octubre 4, 2020

Daniel 9.1-19 Commentary

El año primero de Darío, hijo de Asuero, de ascendencia meda y rey del imperio caldeo, el año primero de su reinado, yo, Daniel, estuve investigando en las Escrituras sobre los setenta años que tenía que permanecer Jerusalén en ruinas, según la palabra dirigida por el Señor al profeta Jeremías.

Daniel 9.1-2, La Palabra (Hispanoamérica)

Trasfondo bíblico

Hubo una vez un hombre llamado Daniel (“Dios es mi juez”), profeta apocalíptico, perteneciente a la élite intelectual de su país, que fue llevado por los invasores del mismo a la metrópoli, Babilonia, a fin de aprovechar sus conocimientos y visión en las artes adivinatorias e interpretativas, además de su amplia comprensión de la política internacional. Fue parte de lo que hoy llamaríamos una “fuga de cerebros”, pues los babilonios reconocieron que les sería útil como alguien tan versado en esas materias. Estando allá, sin abandonar nunca la fe que recibió de su familia, enfrentó una serie de circunstancias que pusieron a prueba su temple y sus convicciones más profundas. En todas salió adelante, especialmente en las que estuvieron cerca de acabar con su vida. Luego de experimentar semejantes dificultades, y de ser anunciador y testigo de la sustitución, incluso violenta, de imperios y dinastías, concentró su atención y su sensibilidad religioso-teológica e interpretativa en el mensaje profetizado por un antecesor suyo, Jeremías, quien predijo que su pueblo y su ciudad más importante terminarían en ruinas. Su investigación, cuenta él mismo, se basó en un estudio minucioso del libro sagrado judío, lo que lo obligó a utilizar las herramientas históricas y religiosas de su época para afrontar semejante tarea (9.1-2).

La confesión de Daniel

Como parte de sus devociones personales y de su tradición espiritual, este hombre oró, rogó y ayunó en medio de un acto de contrición y tristeza (v. 3). En su oración expresó la certeza de que Yahvé había guardado su pacto y de que el pueblo se rebeló y falló al apartarse de sus ordenanzas (vv. 4-5). Inmediatamente, ubicó la problemática en el marco social y cultural de la presencia de profetas que hablaron a los reyes, a las clases dirigentes, a las tribus y a todo el pueblo en su nombre (cuatro sectores bien definidos de la población, por niveles “jerárquicos”, políticos). Pero no fueron escuchados (v. 6), y la monarquía que, como un “accidente histórico” (¿un mal necesario?) se vició en el antiguo Israel. Paso a paso, este profeta apocalíptico fue relacionando su vida de fe con los acontecimientos históricos acumulados.

Enseguida afirmó que, por sobre todas las cosas, estaba la justicia de Yahvé y, al mismo tiempo, la “confusión de rostro” (estar “cubiertos de vergüenza”) de su generación en el exilio (v. 7) por causa de la desobediencia de épocas pasadas. No hay nostalgia por el reino, por la corte o por los privilegios establecidos, ni mucho menos orgullo por el templo de Jerusalén. Tampoco la idea de reconstruirlo, sino algo más relevante todavía: entender la forma en que la fe fue probada en medio de tiempos variados, de coyunturas diferenciadas, de contextos cambiantes. Así, surgió otra afirmación ejemplar, que mezclaba la espiritualidad personal y familiar, íntima, con los “grandes sucesos nacionales”, pues para él no podía existir separación entre ambas. “Señor, tanto nosotros como nuestros reyes, nuestros príncipes y nuestros antepasados estamos cubiertos de vergüenza, pues sabemos que hemos pecado contra ti” (v. 8). Sólo un poeta como el español León Felipe (1884-1968), desde un amargo exilio también, habló de esta manera al dirigirse al dictador por cuya causa tuvo que salir de su tierra: “Franco… tuya es la hacienda… / la casa, el caballo y la pistola… / Mía es la voz antigua de la tierra. / Tú te quedas con todo / y me dejas desnudo y errante por el mundo… / mas yo te dejo mudo… ¡mudo!… / Y cómo vas a recoger el trigo / y a alimentar el fuego / si yo me llevo la canción?”. Hablar a nombre de los reyes (responsables “oficiales” de la rebelión y de la decadencia) y de los antepasados, fieles o no, era una responsabilidad muy grande para alguien como Daniel, representante de una nueva generación del pueblo que afrontó esa circunstancia de manera ejemplar.

La fe se templa en la historia

Esta oración de penitencia reconoce los beneficios de Dios para con su pueblo. Confiesa los pecados de la nación a la luz de la “ley de Moisés” (9.11, 13), tal como quedó fijada desde Esdras, recordando las maldiciones que contiene para los casos de infidelidad (Dt 27-28). Implora la gracia de Dios sobre Jerusalén, insertando en el curso de su desarrollo una alusión a las pruebas del tiempo presente (9.16). Pide perdón a Dios y suplica la liberación (9.18-19). Este texto tiene un valor general que podría justificar su repetición en otros muchos tiempos (Pierre Grelot).

Pero Daniel también reconoció la doctrina tradicional recibida de labios de sus padres: Yahvé seguía siendo misericordioso y perdonador (v. 9) y él insistió en el reconocimiento de las fallas del pueblo (vv. 11-14). Yahvé actuó dentro de los límites de la alianza y su justicia descendió sobre la nación entera, en lo que hubo ninguna sorpresa, pero sí el dolor de resistir tan enérgica disciplina. Dios no dudó en desencadenar, en “velar” ese mal, esa calamidad sobre ella. Daniel recurrió a la historia, a los demás episodios liberadores en la relación Dios-pueblo, no Dios-nación, Dios-monarquía o Dios-dinastías (v. 15). Y a partir de allí, la oración canalizó la prueba recibida y solicitó que se apartase la ira (v. 16), que el rostro divino resplandeciera sobre el santuario asolado (v. 17), que mirase su desolación (v. 18) y que no retardara su amor. De tal manera que la investigación se convirtió en confesión de pecados, en redescubrimiento del rostro amable de Yahvé y en renovación de fuerzas, nuevamente en la experiencia de circunstancias dificilísimas: exilio, opresión, soledad, abandono y control por un imperio ajeno.

La fe, cuando efectivamente se prueba en medio de los tiempos puede producir estas y múltiples experiencias más, no siempre en el mismo orden, pero con la conciencia espiritual de que Dios sigue actuando en medio de los tiempos, sometiendo imperios y confirmando la fidelidad irrestricta hacia su pueblo.

Conclusión

No cabe duda de que siempre la fe se encuentra inmersa en la historia, por lo que la gran oración de Daniel 9 no deja de reconocer el inmenso esfuerzo que se requería para mantener la fidelidad del pueblo de Dios al pacto con Él. Ese marco de referencia funcionó todo el tiempo como un verdadero dique para los excesos que muchas veces estuvieron a punto de dar al traste con la comunidad israelita como depositaria de la alianza divina. La literatura apocalíptica, a la cual pertenece el libro de Daniel, representó una etapa crítica de la historia del pueblo puesto que mostró los alcances de dicha alianza en medio de situaciones sociopolíticas extremas. La forma en que el libro desarrolló los riesgos que debió vivir la fe en situaciones adversas, logró mostrar las transformaciones que la fe debía experimentar para “actualizarse” (como el surgimiento de la creencia en la resurrección) y así sobrevivir a esas tensiones tan complejas. Lo que debía subrayarse, por encima de todas las cosas, era que la continuidad de la fe debía sostenerse para comprender espiritualmente los planes supremos de Dios que se desplegarían continuamente en la historia humana.

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